La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, está en el punto de mira por haber perdido sus mensajes de texto con el director general de Pfizer, Albert Bourla. Las acusaciones no son del todo justas, y si se actúa en consecuencia se corre el riesgo de hacer más daño que bien.
La Defensora del Pueblo de la UE, Emily O’Reilly, dijo que la Comisión fue culpable de “mala administración” al no hacer públicos los textos tras la petición de un periodista.
Ahora, en el Parlamento Europeo se está generando un impulso para exigir responsabilidades a la Comisión. “Cuando los gigantescos acuerdos sobre vacunas se llevan a cabo a través de mensajes de texto, por supuesto que es importante que los encargados de la supervisión puedan verlos”, argumentó Sophie int’Veld, una influyente eurodiputada holandesa.
Aunque la transparencia es generalmente deseable en la vida pública, también puede haber demasiada. Y, de hecho, la adquisición de vacunas contra el virus Covid-19 por parte de la Comisión es un ejemplo de ello, a pesar del actual alboroto por el “Delete-gate”.
Sin duda, la propia von der Leyen tiene un historial de sufrir percances tecnológicos similares con anterioridad. El contenido de los teléfonos Blackberry que utilizó como ministra de Defensa de Alemania, que contenían comunicaciones sobre lucrativos contratos gubernamentales, también fue convenientemente borrado (“por negligencia”) antes de una investigación del Bundestag.
Sin embargo, hay buenas razones para concederle un margen de maniobra importante en este caso concreto.
Después de todo, el principal problema que afectaba al enfoque de la UE sobre la adquisición de vacunas, en particular en los meses de otoño e invierno de 2020, no era la excesiva y poco transparente complicidad de la Comisión con las grandes farmacéuticas, sino su aversión al riesgo frente al posible escrutinio de los Estados miembros, que le habían delegado la tarea de comprar vacunas para toda la UE.
El primer error de la Comisión fue hacer todo según las normas, para aislarse de cualquier posible crítica.
De ahí la decisión de diversificar la cartera de vacunas para incluir no sólo a Johnson & Johnson y Astra Zeneca, sino también a la fracasada Sanofi – en lugar de asegurar agresivamente, desde el principio, un número suficiente de vacunas de Pfizer y Moderna que eran visiblemente superiores.
Sólo en noviembre de 2020 la comisión hizo un pedido en firme de 200 millones de dosis de Pfizer, con opción a 100 millones más, así como 80 millones de dosis de Moderna, con opción a otros 80 millones que se entregarían más adelante.
La comisión se esforzó por negociar precios inferiores a los pagados por otros países, como el Reino Unido o Israel, para evitar cualquier acusación de extravagancia.
Sin embargo, lo que podía parecer prudente era inadecuado para el reto que suponía la pandemia.
Los beneficios sociales y económicos más amplios de poner vacunas en los brazos de la gente superaron cualquier coste imaginable en uno o dos órdenes de magnitud. Proteger a la gente y reanudar la vida normal más pronto que tarde también era enormemente valioso.
En resumen, este era el momento para que la comisión -y los responsables políticos de todo el mundo desarrollado- simplemente ignoraran los costes y fueran audaces. Además, hacerlo no habría comprometido la disponibilidad de vacunas para otros países más pobres, sino todo lo contrario. Cuanto más generosos sean los licitadores iniciales, más fácil les resultará a las empresas farmacéuticas ampliar y crear capacidad adicional.
En todo caso, hay que aplaudir a Von der Leyen por haber cambiado el rumbo en la primavera de 2021, cuando la comisión se enfrentó a las críticas (incluidas las mías) a raíz de sus altercados con Astra Zeneca, cuyas entregas se estaban retrasando con respecto al calendario previsto.
Así, en mayo de 2021, la comisión anunció un nuevo contrato con Pfizer para suministrar hasta 1.800 millones de dosis a la UE, a un precio más elevado que antes (19,5 euros frente a los 12 y 15,5 euros de los contratos anteriores).
El público europeo y los gobiernos de la UE son perfectamente capaces de juzgar por sí mismos si la comisión hizo un buen trabajo en general, y si el gasto adicional valió la pena. Las cantidades pedidas (y entregadas), los costes y otras condiciones contractuales son información pública.
Profundamente equivocado
Y dejando a un lado las formalidades legales, la idea de que toda la comunicación entre los funcionarios de la comisión y Pfizer debe ser también revelada al público es profundamente errónea.
Por un lado, esto dista mucho de ser un caso de contratación pública convencional, en el que las autoridades públicas eligen mecánicamente la mejor oferta objetiva, basándose en criterios previamente anunciados. Sólo hay un puñado de empresas en el mundo que produzcan vacunas adecuadas contra el Covid-19 y su oferta global se vio limitada durante mucho tiempo.
Enes posible, incluso probable, que la comisión no estuviera en la mejor posición para actuar de forma previsora y empresarial para incentivar el suministro adicional – especialmente si se compara con las ágiles formas de actuar de los gobiernos británico e israelí – pero no debería ser penalizada por haber intentado hacerlo, aunque sea tarde.
El corolario de la transparencia sin trabas que piden algunos diputados es convertir cada negociación, que antes se llevaba a cabo en privado, en un ejercicio de relaciones públicas. Sugiere que, en futuras crisis, los funcionarios públicos deberían redoblar su aversión al riesgo y su compromiso con el proceso por encima de todo, no sea que sus mensajes de texto o sus comunicaciones en persona se conviertan en objeto de escrutinio público.
Por supuesto, gente como int’Veld tiene buenas razones para aprovechar el momento actual para hacer que el Parlamento Europeo parezca relevante, a pesar de sus muchas deficiencias y de su limitado papel en la elaboración de políticas europeas reales.
Sin embargo, no sólo dar más poder al parlamento no es la respuesta al déficit democrático de la UE, sino que además el actual intento de los parlamentarios de circunscribir el espacio en el que los funcionarios públicos -esta vez los de la Comisión Europea- pueden negociar en confianza corre el riesgo de conducir a la parálisis burocrática y, en última instancia, hacer que la UE y sus instituciones sean irrelevantes.