Hace una semana, la influyente revista The New Yorker publicó un estudio en profundidad realizado por el laboratorio interdisciplinar Citizen Lab de la Universidad de Toronto, en el que se demostraba que al menos 65 líderes políticos y sociales catalanes habían sido espiados mediante el ya conocido programa espía Pegasus.
Se trata, sin duda, del mayor caso de espionaje político jamás descubierto, un caso que implica a España junto a otros países que se enfrentaron a escándalos similares, como Polonia y Hungría.
Esto demuestra que el uso de este tipo de programas de espionaje está cada vez más extendido en la Unión Europea.
Ocurre en Estados que se llaman a sí mismos democracias, pero que no protegen los derechos fundamentales de sus ciudadanos.
Vemos, con preocupación, cómo se está restringiendo el espacio democrático en bastantes partes de Europa, y por eso quienes representamos a los ciudadanos europeos y defendemos los valores fundamentales de la Unión tenemos que hacer autocrítica.
¿Estamos haciendo lo suficiente para evitar el retroceso autoritario de algunos Estados miembros?
La respuesta es que, sin duda, las instituciones de la UE no han dado una respuesta suficientemente clara, contundente y eficaz a las violaciones de nuestros derechos y libertades que estamos presenciando dentro de nuestras fronteras europeas.
Esto contrasta con las vehementes denuncias que a veces escuchamos cuando estos abusos se producen fuera de la UE.
Y así, poco a poco, se va desgastando el proyecto europeo y su credibilidad.
No podemos permitirnos que nuestra Europa se desvíe hacia una sociedad de vigilancia y control en la que los Estados tengan acceso a toda nuestra información y comunicaciones, para utilizarlas contra nosotros cuando les convenga.
Hay ejemplos venenosos de este tipo de comportamiento, especialmente en Rusia y China, y son precisamente los ejemplos que no queremos que sigan nuestros propios gobiernos.
¿Cui bono?
Esta vez, el espionaje parece haber sido perpetrado por el Estado español – después de todo, ¿quién más gastaría millones de euros en espionaje sobre el movimiento independentista catalán, si no España?
Y ha golpeado en el mismo hogar de la democracia europea: el Parlamento Europeo (PE).
Yo mismo he sido espiado durante mi mandato como eurodiputado. Mis comunicaciones con otros eurodiputados, asesores, asistentes y personal parlamentario han quedado totalmente al descubierto.
Esto significa que soy una víctima directa, pero también significa que todos mis otros colegas en el PE son víctimas colaterales.
No olvidemos que los eurodiputados representamos la voluntad democrática de los europeos, la voluntad de 450 millones de ciudadanos, que ha sido violada por el espionaje del gobierno de un solo Estado miembro.
El escándalo del #CatalanGate es mayúsculo y debe ser condenado, como exigía un editorial del Washington Post la semana pasada.
No sólo porque las víctimas tenemos derecho a la verdad y a saber quién nos espía, por qué nos espía y dónde está ahora nuestra información, sino porque hay que reparar el daño hecho a la democracia europea.
En la UE, este tipo de actos, que normalmente son propios de los países más antiliberales, deben tener consecuencias.
Al día siguiente de descubrirse el escándalo, el PE creó una comisión de investigación sobre Pegasus.
Esta iniciativa, afortunadamente, goza de gran consenso entre los principales grupos políticos del Parlamento Europeo.
Este nuevo instrumento debería conducirnos hacia el esclarecimiento de los numerosos casos desvelados en toda la Unión Europea, y también hacia un marco jurídico europeo que ayude a evitar que haya más víctimas.
También debería determinar cómo se está pagando el espionaje ilegal, que cuesta millones. Pues bien, ya sabemos quién paga probablemente: el contribuyente europeo.